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Historia General de España

TOMO TERCERO - LIBRO SÉPTIMO.

 

CAPÍTULO XIII

 

SITUACIÓN MATERIAL Y POLÍTICA DE ESPAÑA, DESDE LA UNIÓN DE ARAGÓN Y CATALUÑA HASTA EL REINADO DE SAN FERNANDO. —

De 1137 a 1217

 

I.

 

 

Parece un drama interminable el de la unidad española. La reconquista, aunque lenta y laboriosa, avanza sin embargo más que la unión. No se cansan los españoles de pelear contra los enemigos de su libertad y de su fe: se cansan pronto de mirarse como hermanos. No los fatiga una guerra perpetua; los fatiga subordinarse entre sí. El genio altivo, independiente y un tanto soberbio heredado de sus mayores, los hace infatigables para la resistencia a las agresiones y dominaciones extrañas, los hace indóciles, sordos a la conveniencia de la disciplina, de la concordia y de la fraternidad. Por eso los ilustres príncipes que al cabo de siglos lograron hacer de tantos pueblos españoles un solo pueblo español, gozarán de eterna fama y renombre, y antes faltará la España que falten alabanzas a los autores de tan grande obra.

 

Cuando nos congratulábamos por el feliz acontecimiento de la unión de Aragón con Cataluña, paso importante dado hacia la unidad y en que mostraron aragoneses y catalanes una cordura que encomiaremos siempre nos apenaba ver emanciparse de nuevo la Navarra y desmembrársenos el Portugal, dos manzanas nuevamente arrojadas en el campo de las rivalidades y de las discordias, y dos nuevos embarazos para la grande obra de la nacionalidad. No negamos a Navarra el derecho que tenía a darse un rey propio; que reyes propios y muy ilustres había tenido, y fue uno de los países en que se enarboló primero y con más arrogancia la bandera de independencia en días de tribulación. Tampoco negaremos al animoso García Ramírez la justicia con que se le aplicó el título de Restaurador de aquel reino, ni el valor y la intrepidez con que supo sostenerle contra tantos y tan rudos embates como sufriera. Glorias son estas locales y personales, en que Navarra ganaba y España perdía. Una cosa dictaba el derecho, y otra reclamaba la conveniencia general. Precisamente se segregó de la corona aragonesa aquel reino al que tanto debió en los primeros siglos la causa de la independencia y del cristianismo, cuando parecía haber concluido su misión, cuando ya no tenía fronteras musulmanas que combatir, y sólo sirvió la emancipación de Navarra bajo los reinados de García y de los dos Sanchos sus sucesores, para embarazar la marcha del imperio que en Castilla acababa de formarse, para excitar la codicia de castellanos y aragoneses, para mutuas invasiones y usurpaciones, para guerras interminables entre príncipes vecinos, para tratados escandalosos de partición, para pleitos y litigios entre monarcas españoles que se sometían a la sentencia arbitral de un monarca extranjero, para gastar en querellas de ambición las fuerzas que unos y otros hubieran debido emplear contra el común enemigo, para que los Almohades se fueran apoderando de las bellas provincias del Mediodía, mientras los reyes de Castilla, Aragón y Navarra se disputaban entre sí unos pedazos de territorio.

 

Más de siete siglos han trascurrido, y todavía no podemos dejar de lamentar la segregación de Portugal de la corona leonesa. La ambición y el espíritu de localidad separaron e hicieron enemigos a dos pueblos que la geografía había unido y la historia había hecho hermanos. Alfonso Enríquez, a falta de derechos para formar un reino independiente de lo que era un distrito de la monarquía leonesa-castellana, tuvo en su favor un elemento que suele ser más poderoso que el derecho mismo, el espíritu de independencia del pueblo portugués; y prosiguiendo con tesón, con energía y con intrepidez la obra comenzada por sus padres, el hijo de un conde extranjero y de una princesa bastarda de Castilla fue subiendo paso a paso de conde dependiente a conde soberano, de conde soberano a rey feudatario, y de rey feudatario á monarca independiente, de hecho por lo menos y tolerado después y consentido, ya que autorizado no, por el monarca de Castilla. Aunque no podemos nunca reconocer ni en el hijo de Enrique de Borgoña ni en los portugueses el derecho a la emancipación, confesamos que Alfonso Enríquez merecía por sus altas prendas ser el primer rey de Portugal, y que los hidalgos y guerreros portugueses se condujeron en su guerra de independencia con el denuedo y constancia de un pueblo que merecía ser libre. Era su príncipe el más a propósito para hacerles olvidar con su patriotismo el origen extranjero de su padre, para borrar con sus ilustres hazañas la memoria de las flaquezas y debilidades de su madre: y los portugueses acreditaron en Ourique y en Valdevez que eran los descendientes de los antiguos lusitanos, los hijos de Viriato, triunfadores en Trébola y en Erisana. ¡Lástima grande que no hubieran atendido a que ni los castellanos eran romanos, ni Alfonso VII era un Vetilio ni un Fabio Serviliano! ¡Lástima que no miraran que los primeros eran hermanos suyos, y que los dos príncipes eran nietos de un mismo monarca de Castilla! Si en la mitad del siglo XIX lamentamos todavía la segregación de los dos pueblos hecha en la mitad del siglo XII, no nos abandona la esperanza y aún tenemos fe de que un día conocerán ambos que Dios y la naturaleza, el común origen y el común idioma, los mares y los montes, colocaron a España y Portugal apartados del resto del mundo, y no establecieron entre ellos fronteras, y los hicieron para que formaran un solo pueblo de hermanos, un vasto y poderoso reino, una sola familia y sociedad.

 

Si Alfonso Enríquez merecía ser el primer rey de Portugal, Alfonso VII de Castilla merecía ser el primer emperador de España. También este, como aquel, hizo olvidar con su grandeza el origen extranjero de su padre, las debilidades y flaquezas de su madre. Heredero de las altas prendas de su abuelo como de su trono, viéronse los dos en casi iguales circunstancias para que fuera casi igual su gloria. En el reinado de Alfonso VI invaden la España los Almorávides y arrojan de ella a los Beni-Omeyas: en el de Alfonso VII la invaden los Almohades, y lanzan de ella a los Almorávides. Las razas africanas se renuevan y reemplazan en el territorio de la Península. Abdelmumén envía sus hordas a desembarcar donde setenta años antes habían desembarcado las de Yussuf, y los sectarios del Mahdi siguen el mismo itinerario que los Morabitas de Lamtuna. Unos y otros han sido llamados a España por los ismaelitas de Mediodía y Occidente. Por dos veces las tribus del desierto han sido invocadas por los degenerados hijos del Profeta sus antiguos dominadores, ambas para libertarse de las terribles lanzas de los Alfonsos de Castilla, de Aragón y de Portugal. El último representante del imperio de los Beni-Omeyas, Ebn Abed de Sevilla, apeló, para defenderse de los Almorávides, al auxilio del rey cristiano Alfonso VI de Castilla: el último caudillo de los Almorávides, Abén Gania de Córdoba, buscó la protección de Alfonso VII de Castilla contra los Almohades. Ambos Alfonsos, el abuelo y el nieto, tuvieron la generosidad de tender una mano protectora a sus suplicantes enemigos y de pelear por ellos. Uno otro tuvieron que combatir contra los nuevos dominadores. Si Alfonso VII no excedió a su ilustre abuelo en gloria, le aventajó por lo menos en fortuna. Aquél sufrió una terrible derrota de los Almorávides en Zalaca y perdió su hijo Sancho en Uclés; éste triunfó de los Almohades en Aurelia, en Coria, en Mora, en Baeza y en Almería, y tuvo la satisfacción de que sus hijos Sancho y Fernando presenciaran su última victoria y le sobrevivieran. Hasta en el morir fue afortunado el emperador, puesto que no medió tiempo entre los plácemes de los soldados victoriosos y los postreros sacramentos de la Iglesia, entre los aplausos estrepitosos del triunfo y el reposo inalterable de la tumba.

 

Otra vez a la muerte de Alfonso VII se dividen Castilla y León entre los hijos de un mismo padre: por tercera vez el mismo error, y por tercera vez las propias consecuencias: retroceso en la marcha hacia la unidad, discordias y disturbios entre León y Castilla, enflaquecimiento y decadencia en la monarquía madre. Al brevísimo reinado de Sandio III de Castilla sucede la monarquía turbulenta y aciaga de su hijo Alfonso VIII. Dos familias poderosas y rivales, los Laras y los Castros, enemigos ya desde el tiempo de doña Urraca, se disputan la tutela del rey niño, y la guerra civil arde en Castilla, y sus ricos y feraces campos se ven teñidos de sangre por la ambición de unos magnates igualmente ambiciosos e igualmente soberbios. Prisionero más que pupilo el niño Alfonso, prenda disputada por todos y arrancada de unas a otras manos, objeto inocente de pactos que no se cumplían, paseado de pueblo en pueblo y de fortaleza en fortaleza, sacado furtivamente de Soria e introducido por sorpresa en Toledo, los azares de la infancia de Alfonso VIII venían a ser un trasunto de los que en su niñez había corrido su abuelo Alfonso VII, en Galicia con los condes de Trava éste, en Castilla con los condes de Lara aquél. Es más, a la muerte de Alfonso VIII de Castilla se reproducen las propias escenas con su hijo Enrique I; otro príncipe de menor edad, otro pupilo bajo el poder de tutores ambiciosos, otro prófugo sin voluntad, errante de pueblo en pueblo y de castillo en castillo en brazos de magnates tiránicos y turbulentos. Permítasenos observar lo que no vemos haya reparado escritor alguno. A la muerte de tres grandes monarcas castellanos, Alfonso VI, Alfonso VII y Alfonso VIII, y con intervalo de un solo reinado en cada uno, Castilla se encuentra en circunstancias análogas, con tres príncipes niños, juguetes todos tres de tutores y magnates codiciosos, y Castilla después de tres reinados gloriosos y grandes sufre tres minoridades procelosas. Véase si dijimos bien en otro lugar, que parecía estar destinada esta monarquía a alternar entre un reinado próspero y feliz y otro de agitaciones y de revueltas, para que fuese obra laboriosa y de siglos la regeneración y la reconquista.

 

Hemos visto en historiadores y cronistas castellanos afear mucho la conducta de Fernando II de León en el hecho de pretender la tutela de su tierno sobrino Alfonso VIII de Castilla, y en haberse apoderado de muchas de sus plazas y ciudades. No le defendemos en esto último, porque no reconocemos derecho en ningún monarca para usurpar territorios de otro Estado. ¿Pero merece la misma censura por lo primero? Aparte de alguna ambición que pudiera acaso mezclarse en ello, ¿podía Fernando II ver con impasible indiferencia a un príncipe, tan inmediato pariente y vecino, bajo la tutela y opresión de dos familias enemigas y de dos implacables bandos que perturbaban y ensangrentaban el reino? ¿Es extraño que reclamara el derecho moral que la edad y el deudo le daban para arrancar a su sobrino del poder de los Laras, y convidado por la parcialidad opuesta arrogarse la tutoría y dirección del rey menor? Sin embargo, los altivos castellanos no sufrían que viniese nadie de fuera alegando derechos que no podían reconocer, y rechazaron su intervención. Por lo demás Fernando II era un príncipe generoso y noble, y bien lo demostró en su caballeroso y galante comportamiento con Alfonso de Portugal en Badajoz y en Santarén. En la primera de estas ciudades tiene aprisionado un rey enemigo, inquietador de sus Estados y usurpador de sus dominios, tiene en su poder al que lleva una corona fabricada de un fragmento violentamente arrancado de la corona leonesa; y sin embargo, se contenta el vencedor con que le restituya el vencido sus más recientes usurpaciones, y le deja ir libre a gozar tranquilo de su reino. Esta acción generosa del monarca leonés, y el tácito reconocimiento de la independencia de Portugal que envolvía, debió dar más fuerza al derecho de emancipación de la monarquía portuguesa que los Breves de los papas Eugenio y Alejandro terceros. En la segunda de aquellas ciudades socorre sin excitación y contra sus propias esperanzas al portugués, y después de haber tenido la gloria de ver perecer al emperador de los Almohades, Yussuf Aben Yacub, regresa con la satisfacción de haber asegurado al de Portugal su ciudad de Santarén. Con razón se ensalza la nobleza de este Fernando II de León.

 

Bajo este príncipe se sobrepone León a Castilla en influjo y en extensión. Pero la monarquía castellana comienza a reponerse y a recobrar su lugar desde que Alfonso VIII entra en mayoría y empuña con mano propia las riendas del gobierno. Grande, elevado, altivo en sus pensamientos el octavo Alfonso, aunque algo desabrido y áspero para con los demás príncipes, por lo menos en la primera época de su reinado, se enajena las voluntades de los monarcas cristianos, que si no se ligan abiertamente contra él, por lo menos se desvían de él y se confederan sin él. Lejos de acobardar a Alfonso el aislamiento o desdeñoso u hostil en que le dejan los príncipes cristianos, sube de punto su altivez y cree que basta él solo para retar al príncipe de los infieles, y dirige un cartel de desafío al poderoso emperador de los Almohades. Estos arranques de arrogancia española halagan el orgullo del que los ostenta y seducen al pronto al que los oye o lee: pero suelen pagarse caros; y esto aconteció a Alfonso, sufriendo en Alarcos la expiación terrible de su loca temeridad. Vióse allí humillado el retador arrogante, y abandonado y solo el que no había reparado en malquistarse con los demás príncipes. La derrota de los cristianos en Alarcos designa el apogeo del poder de los Almohades en España, como la derrota de Zalaca había señalado el punto culminante del poder de los Almorávides. Pero si el ánimo levantado de Alfonso VI no se dejó abatir por el desastre de Zalaca, tampoco el animoso espíritu del octavo Alfonso se desalentó con la catástrofe de Alarcos. Por fortuna también ahora como entonces el emperador de los infieles tuvo que volver a sus tierras de África, y Castilla y su soberano respiraron y se repusieron.

 

En el último periodo de su reinado manéjase Alfonso VIII muy de otra suerte con los monarcas españoles sus vecinos; y el que en los postreros años del siglo XII tenía contra sí todos los soberanos de la España cristiana, se encuentra á los principios del siglo XIII amigo y aliado de los de Navarra y Aragón, y suegro de los príncipes de Francia, de León y de Portugal. Entonces levanta de nuevo su pensamiento siempre elevado, y se prepara a ejecutar un designio que debió asombrar por lo grandioso. Del centro de Castilla salió una voz que logró conmover toda la cristiandad, y se atrevió a decir a la Iglesia y a los imperios que había una Tierra Santa que no era la Palestina, y que merecía bien los honores de una general cruzada, a que no estaría mal concurrieran los príncipes y guerreros de las naciones en que se adoraba al verdadero Dios.

 

La vigorosa excitación del monarca castellano encontró eco en el pastor general de los fieles, y nunca la voz del jefe visible de la Iglesia resonó más a tiempo por el orbe cristiano, ni jamás pontífice alguno despertó más a sazón el entusiasmo religioso de los verdaderos creyentes, que cuando el papa Inocencio III ofreció derramar el tesoro de las indulgencias sobre los que acudieran a la guerra santa de España. Decimos que nunca más oportunamente, porque si no es cierto que el gran emperador de los Almohades dijo a sus emisarios aquellas célebres palabras: «Id a anunciar al gran Muftí de Roma que he resuelto plantar el estandarte del Profeta sobre la cúpula de San Pedro, y a hacer de su pórtico establo para mis caballos»; si no es verdad que tal dijese, pudo por lo menos haberlo cumplido; porque ¿quién era capaz de detener el torrente de los seiscientos mil soldados de Mahoma acaudillados por el Atila del Mediodía, si aquí hubieran logrado vencer a los monarcas y a los ejércitos españoles?

 

Vistoso, grande, sublime y tierno espectáculo sería el de las banderas de los cruzados de Francia, Italia y Alemania concurriendo a Toledo a incorporarse y someterse al pendón de Castilla. Pero estaba decretado para gloria eterna de España que la lucha por cinco siglos sostenida por españoles solos, a los esfuerzos de solos los españoles quedara encomendada. Como una felicidad miramos el pensamiento de aquellos auxiliares extranjeros de abandonar la cruzada, so pretexto del rigor de la estación y del clima. Así el triunfo fue todo nacional, y la gloria española toda. Bastaban los dos o tres prelados y barones que quedaron para que pudieran contar allá en sus tierras lo mismo que no creerían si no lo hubieran visto. Felizmente en reemplazo de aquellos extranjeros, disidentes o flojos, se apareció el rey de Navarra con sus rudos e intrépidos montañeses, precisamente allí, en Alarcos, como si se hubiese propuesto dar satisfacción al de Castilla de su anterior falta, presentándose en aquel lugar de tristes recuerdos para indemnizarle ahora con creces, así como desagraviar al cielo de la tibieza en la fe de que se le había acusado por sus relaciones con los musulmanes, yendo ahora dispuesto a ser el más impetuoso y terrible de sus adversarios. A milagro se atribuyó entonces la aparición del pastor que condujo y guió a los cristianos por los desfiladeros del Muradal. No se ha sabido todavía quién fue aquel conductor humilde. De todos modos fue un genio tutelar el que los sacó a salvo de aquellas Termópilas, en que hubieran podido perecer todos como los de Esparta, pero que lograron atravesar ilesos tantos Leónidas como eran los caballeros cristianos.

 

El triunfo de las Navas de Tolosa, si no fue tampoco un milagro, fue por lo menos un prodigio. Como en los campos Cataláunicos se decidió la causa de la civilización del mundo contra los bárbaros del Norte, así en las Navas de Tolosa se resolvió virtualmente el triunfo del cristianismo contra los bárbaros del Mediodía. El gran drama de la reconquista que tuvo su prólogo en Covadonga, y cuya primera jornada concluyó en Calatañazor, avanza y deja entrever en la solemne escena de las Navas el desenlace que tiene en expectativa al mundo. Alfonso de Castilla, el que en Algeciras había parecido un retador imprudente y en Alarcos un arrogante escarmentado, apareció en las Navas con toda la grandeza del héroe, y se elevó sobre todos los príncipes cristianos y elevó a Castilla sobre todas las monarquías españolas. Ya no quedó duda de que Castilla había de ser la base y el centro y núcleo de la gran monarquía cristiano-hispana; y no es que los otros reyes contribuyeran menos que él al glorioso triunfo: como capitanes y como peleadores sería difícil decidir quien merecía ser el primero: es que Alfonso VIII tuvo la fortuna de ser el jefe de la expedición, como había tenido la gloria de promoverla.

 

Los dos Alfonsos VII y VIII, emperador de España y conquistador de Almería el uno, conquistador de Cuenca y triunfador de las Navas el otro, ambos murieron en un pobre y humilde lugar. El primero en una tienda de campaña debajo de una encina, el segundo en una oscura y casi desconocida aldea de Castilla. ¡Notable contraste entre la grandeza de su vida y la humildad de su muerte! Necesitaban de aquella para ser grandes príncipes: bastábales ésta para morir como cristianos. El astro que alumbraba las prosperidades de Castilla sufrió otro breve eclipse en el pasajero y turbulento reinado del niño Enrique I para reaparecer después con nuevo y más brillante esplendor bajo el influjo de un rey santo, como en el curso de la historia habremos de ver.

 

II.

 

Aragón no tuvo por qué arrepentirse, sino mucho por qué felicitarse de haber unido su princesa y su reino al conde y al condado barcelonés. Digno era de la doble corona Ramón Berenguer IV. Merced a su hábil política, el emperador castellano le trata como amigo y como pariente, y le alivia el feudo que desde Ramiro el Monje pesaba sobre Aragón: gracias a su destreza y a la actitud del pueblo aragonés, los maestros y las milicias de Jerusalén hacen oportuna renuncia de la herencia del reino, producto de una indefinible extravagancia del Batallador, y aunque los resultados de la pretensión hubieran sido los mismos, la espontaneidad de la renuncia ahorró los disgustos de la resistencia: merced a su actividad, doquiera que los orgullosos magnates se le insolentan y revuelven son escarmentados, y atendiendo con desvelo prodigioso al Ampurdán y a Provenza, a Navarra y a Castilla, y al gobierno de Cataluña y Aragón, se encuentra casi tranquilo poseedor de un Estado sobre el que pocos años antes todos alegaban derechos y mantenían pretensiones.

 

En la conquista de Almería, a que tanto ayudó el conde-príncipe, moros y cristianos vieron ya dónde rayaba el poder marítimo de Cataluña. Viéronlo también los republicanos de Pisa y Génova, y ya pudieron barruntar que no había de concretarse la marina catalana a proteger su costa, sino que la llamaba su propio empuje a derramarse por lo largo del Mediterráneo y á enseñorear apartadas islas y naciones. Unido el poder naval y el espíritu emprendedor de los hijos de la antigua Marca Hispana, al genio marcial, brioso, perseverante e inflexible de los naturales de Aragón, dicho se estaba que de esta amalgama habían de resultar con el tiempo empresas grandes, atrevidas y gloriosas. Después de la conquista de Almería caen sucesivamente en poder del barcelonés Tortosa, Lérida, Fraga, los más fuertes y antiguos baluartes de los moros en aquellas tierras.

 

Con tales empresas y tales triunfos ensanchábase y crecía el reino unido, ofreciéndose cada día ocasiones nuevas para regocijarse catalanes y aragoneses del feliz acuerdo de haber ceñido con la doble corona al conde príncipe que tan digno se mostraba de llevarla. ¡Ojalá no se hubiera dejado llevar tanto de aquel afán, antiguo en príncipes y súbditos catalanes, de dominar excéntricos y apartados países cuya posesión, después de consumir la fuerza y la vida del Estado, había a la postre de serles funesta! ¡Cuántos disturbios, cuántas guerras, cuántos dispendios, y cuántos sacrificios de hombres y de caudales costó aquella Provenza, eternamente disputada y nunca tranquilamente poseída, y a cuán subido precio se compraron las semillas de cultura que de allí se trasmitieron a la patria de los Berengueres! Hasta la vida perdió el último ilustre Berenguer allá en extrañas regiones por ir a arreglar con un emperador extranjero una cuestión de feudo provenzal, expuesto a comprometer la tranquilidad de su propio reino si en el reino no hubiera habido tanta sensatez.

 

Si sensatez y cordura mostró el pueblo aragonés en conformarse con el testamento verbal del que podemos llamar último conde de Barcelona, en que designaba por sucesor del reino a su hijo Ramón, dejando excluida a la viuda doña Petronila, reina propietaria de Aragón, no podemos menos de admirar y aplaudir la prudente, juiciosa, noble y desinteresada conducta de la esposa del conde catalán. Se nos asemeja doña Petronila de Aragón a doña Berenguela de Castilla. No es menos loable la abnegación de la madre de Alfonso II que la de la madre de San Fernando. Reinas propietarias ambas, de Aragón la una, de Castilla la otra, las dos abdican generosamente en sus hijos, y merced a la grandeza de alma de dos madres la doble corona de Aragón y Cataluña se sienta para siempre en la cabeza de un solo soberano, el doble cetro de León y de Castilla es empuñado para siempre por la mano de un solo príncipe. España es acaso el país, y otras ocasiones se ofrecerán de verlo, en que más se ha hecho sentir el benéfico influjo de sus magnánimas princesas. Y si hemos lamentado las flaquezas y los devaneos de una Urraca y de una Teresa, bien los hacen olvidar las virtudes y la grandeza de las Petronilas, de las Sanchas, de las Berenguelas y de las Isabeles: y aun aquella misma Urraca dio a España su primer emperador, monarca grande y esclarecido; aquella misma Teresa dio a Portugal su primer rey, príncipe que merecía bien un trono: que no estorba a reconocerlo así el dolor de ver romperse la unidad nacional.

 

No satisfecha doña Petronila con manifestar su resignación y conformidad con la exclusión de heredamiento, que envolvía la disposición testamentaria de su esposo, convoca ella misma cortes para renunciar explícita y solemnemente en su hijo todos los derechos al reino aragonés, confirmando en todas sus partes el testamento de su marido: gran satisfacción para los catalanes, a quienes lisonjeaba, al propio tiempo que quitaba toda ocasión de queja o de recelo de reclamaciones y de disturbios. Pero quiere que su hijo Ramón se llame en adelante Alfonso, nombre querido y de gratos recuerdos para los aragoneses: admirable manera de halagar los gustos de un pueblo, aun en aquello que parece de menos significación. Fuese todo virtud o fuese también política, fuese talento propio fuese consejo recibido, es lo cierto que doña Petronila se condujo de la manera más prudente, más noble y más propia para afianzar definitivamente la unión de los dos reinos, sin lastimar a ninguno y con ventajas para ambos.

 

Alfonso II, nombrado también el Casto, como el segundo Alfonso de Asturias, ve extenderse sus dominios del otro lado del Pirineo con las herencias y señoríos de Bearne, de Provenza, de Rosellón y de Carcasona; por acá repuebla y fortifica a Teruel, lanza a los moros de las montañas, y el emir de Valencia que le tiene cerca de sus muros se adelanta a ofrecerle su protección a trueque de desarmarle como enemigo. En los reinados de Ramón Berenguer IV y de Alfonso II nótase cómo han ido desapareciendo las antipatías entre aragoneses y castellanos engendradas por Alfonso I. Enlázanse las familias reales, y se multiplican las confederaciones y los pactos de amistad, que sólo incidentalmente se interrumpen. El de Castilla favorece al de Aragón obligando al rey moro de Murcia a que le pague su acostumbrado tributo: el de Aragón ayuda al de Castilla a la conquista de Cuenca, y en premio es relevado su reino del feudo que reconocía a la monarquía castellana. Aunque Alfonso II no hubiera hecho otro servicio al reino aragonés que restituirle por completo su antigua independencia, hubiera bastado esto para ganar un gran título de gloria. Pero le engrandeció también no poco y le consolidó, a pesar del padrastro de la Navarra.

 

Su hijo y sucesor Pedro II pone al pueblo aragonés en el caso de dar por segunda vez una prueba solemne de su dignidad y de su independencia. El pueblo que había desestimado el testamento de Alfonso el Batallador, y que no había tolerado que una monarquía fundada y sostenida con su propia sangre pasara al dominio de unas milicias religiosas, tampoco consintió en hacerse tributario de la Santa Sede. Celoso de su independencia, de su libertad y de sus derechos, rechaza el feudo como desdoroso, y resiste a un nuevo servicio que el rey de propia autoridad le ha querido imponer. Una voz resonó por primera vez entre los puntillosos ricos-hombres y las altivas ciudades aragonesas para prevenir y poner coto a las demasías de sus príncipes y a los abusos de la potestad real. Esta voz fue la de Unión; palabra que comienza a dibujar la fisonomía especial y el carácter y tendencias de aquel pueblo, que ha llegado a mirarse como el tipo de las naciones celosas de sus fueros y de sus libertades. La voz de Unión intimidó a Pedro II, buscó una disculpa y un subterfugio para quitar el valor a lo que había hecho, y retrocedió. Sus prodigalidades como monarca, y sus extravíos y disipaciones como esposo, aunque reprensibles, no bastaron a deslucir la fama y prez que como príncipe animoso y como guerrero esforzado supo ganar. Héroe victorioso como auxiliador del de Castilla en las Navas de Tolosa, capitán más valeroso que feliz como protector de los condes de Tolosa y de Foix en el Languedoc, los laureles que ganó blandiendo su terrible espada contra los moros fue a perderlos peleando en favor de los albigenses: llenóse de gloria en la guerra contra los enemigos del cristianismo, para perecer favoreciendo a los enemigos de la fe católica, en verdad no como a autores de la herejía, sino como a deudos y aliados. Aquellos parientes y aquellos señoríos, colocados allá fuera de los naturales límites de España, eran funestos a la monarquía aragonesa-catalana. Por sostener una dominación casi siempre nominal y nunca tranquila ni segura gastábase allí y se derramaba la vitalidad del reino, y allá acababan sus días los reyes. Tres soberanos murieron seguidamente fuera del centro de sus naturales dominios: Ramón Berenguer IV camino de Turín yendo a arreglar la cuestión del feudo de Provenza; Alfonso II en Perpiñán, y Pedro II al frente del castillo de Muret guerreando contra el conde de Montfort y en favor del de Tolosa.

 

A pesar de todo, la monarquía aragonesa, que desde su creación apenas tuvo un soberano, si se exceptúa al rey-monje, que no estuviera dotado de altas prendas, marchaba casi al nivel de la de Castilla, principalmente desde la feliz incorporación de las dos coronas; y bien se traslucía ya que Castilla y Aragón habían de ser los dos centros a que habían de confluir y en que habían de refundirse los pequeños Estados cristianos de la Península, hasta que una mano dichosa amalgamara también estas dos grandes porciones de la antigua Iberia, y completara la unidad a que estaba llamada la gran familia española.

 

III.

 

Al paso que avanzaba la reconquista, progresaba la organización política y civil de los Estados. Al revés de los mahometanos, que cuando la fortuna favorecía sus armas no hacían otra cosa que poseer más territorio y extender su dominación material, sin mejorar un ápice en su condición social por la inmutabilidad de su ley; los cristianos, a medida que conquistan pueblos conquistan fueros de población; si ganan ciudades ganan también franquicias, y cuando se dilatan sus dominios se ensanchan simultáneamente sus libertades. Por parciales esfuerzos crece la nación, y por parciales esfuerzos se reorganiza; pero avanzando siempre en lo político como en lo material. La legislación foral de Castilla, comenzada en el siglo X por el conde Sancho García, ampliada en el XI por el rey Alfonso VI, recibe gran dilatación e incremento en el siglo XII y principios del XIII por los monarcas que se fueron sucediendo.

 

El emperador Alfonso VII hace extensivo a los lugares de la jurisdicción de Toledo y otros partidos y merindades de Castilla la Nueva, el fuero municipal otorgado por su abuelo Alfonso VI a los castellanos pobladores de la capital, añadiéndole nuevos y preciosos privilegios, y convirtiendo de esta manera el fuero particular de una ciudad en regla casi general de gobierno del reino. No nos detendremos en analizar, porque la índole de nuestra obra no nos lo permite, los demás fueros que en la primera mitad del siglo XII concedió el emperador, y entre los cuales podemos citar los que dio a Escalona, a Santa Olalla, a Oreja, a Miranda de Ebro, a Lara, a Oviedo, a Avilés, a Benavente, a Baeza y a Pampliega. Un mismo espíritu dictaba estos pactos entre el soberano y sus pueblos: semejábanse todos, y en todos se consignaban parecidas franquicias e inmunidades: añadíanse a veces algunos privilegios a determinadas poblaciones, y a veces no se hacía sino sustituir los nombres de los pueblos, como acontecía con los de Toledo y Escalona. Algunos, no obstante, merecen especial mención, o por su mayor amplitud, o por la especial naturaleza y linaje de sus leyes. Pertenece a esta clase el que se determinó en las cortes de Nájera, celebradas por el emperador Alfonso en 1138, a fin de establecer una buena y perfecta armonía entre las diferentes clases de vasallos de su reino y lograr poner en quietud los hijosdalgo y ricos-omes (nobles),  o como dice una de sus leyes, «por razón de sacar muertes, é deshonras, é desheredamientos, é por sacar males de los fijosdalgo de España». Y como el principal objeto de sus leyes fue arreglar las disensiones que entre los nobles había, corregir sus desórdenes y fijar sus obligaciones y derechos y sus relaciones entre sí mismos, así como con la corona y con las demás clases del Estado, tomó el nombre de Fuero de Hijosdalgo, y también se denominó Fuero de Fazañas y Alvedríos, que así se llamaba a las sentencias pronunciadas en los tribunales del reino, y que recopiladas y guardadas en la real cámara desde el reinado de Alfonso VI, fueron recogidas juntamente con los usos y costumbres de Castilla para formar de todas ellas un cuerpo de derecho. Nombróse también Fuero de Burgos, por ser entonces esta ciudad la capital de Castilla la Vieja, y de estas leyes y de otras que se añadieron y ordenaron después se formó más adelante el Fuero Viejo de Castilla, como diremos en su lugar.

 

Una de las leyes más notables de este Fuero fue la prohibición de enajenar a manos muertas. Conocíanse ya los inconvenientes de la amortización, y procurábase remediar el exceso y acumulación de bienes en los señores y monasterios, resultado de la pródiga liberalidad de los reyes en las mercedes y donaciones, hijas del espíritu religioso de la época. Establecióse además el modo de probar la hidalguía de sangre en Castilla, sobre lo cual se habían movido muchos pleitos y debates, y fue, en fin, la base y principio de un ordenamiento o legislación especial, que debía regir respecto de los nobles y fijosdalgo de Castilla, en sus relaciones con el trono y con los demás vasallos de la corona, en sus derechos y privilegios, en sus obligaciones y servicios, al modo que en los fueros municipales se trataban los de los pueblos y vasallos con el rey y con los señores.

 

Más adelante, en 1212, hallándose su nieto el rey don Alfonso el Noble, o sea el VIII de Castilla, en el hospital de Burgos que acababa de fundar, después de haber confirmado a los pueblos de Castilla los privilegios, exenciones y fueros otorgados por sus antecesores, mandó a todos los ricos-omes e hijosdalgo que recogiesen y uniesen en un escrito todos los buenos fueros, costumbres y hazañas que tenían para su gobierno, y que unidos en un cuerpo se los entregasen para corregir las leyes que eran dignas de enmendarse y confirmar las buenas y útiles al público. La colección parece que se hizo, mas después «por muchas priesas que ovo el rey don Alfonso fincó el pleito en este estado.» Ciertamente más estaba entonces el rey para pensar en batallas que en códigos, pues era el año de la gran cruzada contra los infieles. Sin embargo, no extrañaríamos que hubieran entrado en el ánimo del monarca otras consideraciones para no llevar adelante las enmiendas y correcciones que se proponía hacer. Los derechos de la nobleza para con la corona eran tan exorbitantes, que entre ellos se contaba, no sólo el de poder renunciar la naturaleza del reino cuando quisieran, y dejar de ser vasallos del rey, sino hasta el de hacerle la guerra. «Si algún rico-ome, que es vasallo del rey, se quier espedir del é non ser suo vasallo, puédese espedir de tal guisa por un suo vasallo, caballero ó escudero, que sean fijosdalgo. Devel' decir ansí: Señor, fulan rico-ome, beso vos yo la mano por él, e de aquí adelante non es vostro vasallo». Estos y otros semejantes privilegios no quería confirmarlos el rey, temiendo autorizar un principio de insurrección y de anarquía, y tampoco se atrevería a corregirlos por la necesidad que entonces tenía de la nobleza. Así pues, no es maravilla que quedara en proyecto la enmienda del Fuero de los Fijosdalgo, y que no se hiciese la compilación conocida con el nombre de Fuero Viejo hasta tiempos más adelante, como observaremos en su lugar.

 

En cuanto a fueros municipales y cartas-pueblas, siguió Alfonso VIII de Castilla el sistema de sus predecesores, y entre otras poblaciones aforadas por aquel soberano cuéntanse Palencia, Yangüas, Castrourdiales, Cuenca, Santander. Valdefuentes, Treviño, Arganzón, Navarrete, San Sebastián de Guipúzcoa, San Vicente de la Barquera y Alcaraz. No siendo propio de nuestro objeto analizar cada uno de estos cuadernos parciales de leyes, sino sólo dar una idea de la índole y marcha de la legislación foral de aquellos tiempos, bástenos decir que aquéllos eran ya considerados como un compendio de derecho civil o como una suma de instituciones forenses, en que se trataban los principales puntos de jurisprudencia, y se hallaban compendiados los antiguos usos y costumbres de Castilla. Tal fue el de Cuenca, dado por Alfonso VIII a aquella ciudad cuando la rescató del poder de los moros, el más excelente, dice uno de nuestros más doctos jurisconsultos, de todos los fueros municipales de Castilla y de León, ya por la copiosa colección de sus leyes, ya por la autoridad y extensión que tuvo este cuerpo legal en Castilla, tanto que hasta en el tiempo de don Alfonso el Sabio se consultaba y cotejaba, y se buscaban con esmero sus variantes con las leyes del monarca legislador.

 

Consignóse en el Fuero de Cuenca una ley contra la amortización eclesiástica, aún más explícita que la que en las cortes de Nájera se había establecido. «Mando, decía uno de aquellos fueros, que á los homes de orden, nin á monjes, que ninguno non haya poder nin vender raíz. Que así como su orden manda et vieda á nos dar ó vender heredat, así el fuero et la costumbre vieda á nos eso mismo». Bien era menester que se experimentaran los daños de las excesivas adquisiciones del clero y de la acumulación de bienes raíces en manos muertas, cuando un monarca tan amante del clero, y que le concedía aquellos privilegios y exenciones, de que dimos noticia en nuestro capítulo XI, y en una época en que predominaba tanto la jurisprudencia canónica ultramontana, se veía precisado a dar tales leyes contra la amortización. Se prohibía igualmente a los que entraban en religión llevar a ella más del quinto de sus bienes muebles: «Que non es derecho, nin igual cosa que ninguno desherede á sus fijos, dando cá algunas religiones el mueble, ó la raíz, porque es fuero que ninguno non desherede á sus fijos».

 

Eximíase además a los vecinos de Cuenca de todo tributo, menos de los que se pagaban para los reparos de los muros, de los cuales nadie estaba exceptuado. El consejo de Cuenca no estaba obligado a ir al fonsado sino con el rey. Los moradores de la ciudad, cristianos, moros o judíos, gozaban de un mismo fuero para los juicios de sus pleitos. Dábanse oportunas leyes agrarias para la custodia de los campos, para la seguridad de los labradores, ganaderos, pastores, etc. Establecíanse severísimas penas contra los ladrones, contra las adúlteras y «cobijeras», contra los forzadores de mujeres, y contra otros delitos e injurias. Pero la legislación penal seguía siendo tan ruda como la que en otras épocas hemos notado: continuaba la prueba del hierro candente, y su ceremonial no era menos horrible que el que hemos descrito del fuero de Navarra: «El juez et el clérigo caliente el fierro, et de mientras que ellos calentaren el fierro, non le llegue ninguno al fuego, porque non faga algún mal fecho. Aquella que haya de tomar el fierro, primero sea escodriñada, et catada que non tenga algún mal fecho. Después lave sus manos delante todos, et sus manos limpias tome el fierro. Después que el fierro hubiera tomado el juez cúbrale la mano luego con cera et sobre la cera póngala estopa, ó lino; después átel bien la mano con un paño. Aquesto fecho adúgala el juez á su casa, é después de tres dias cátel la mano: et si la mano fuere quemada, i sea quemada ella, ó sufra la pena que es quí juzgada...»

 

«Sería necesario un grueso volumen, dice el docto Marina, si hubiéramos de incluir en esta noticia histórica de los cuadernos de nuestra antigua jurisprudencia municipal otros muchos fueros concedidos sucesivamente a varios pueblos por los reyes de Castilla y de León hasta el reinado de don Alfonso el Sabio, o si pretendiéramos examinar escrupulosamente todas sus circunstancias. Nos hemos ceñido a los principales y a dar las noticias más necesarias para formar idea exacta de su origen y autoridad». Con más justicia que el ilustrado historiador del derecho castellano y leonés, omitimos nosotros, por ser menos de nuestro propósito, el dar razón minuciosa de los muchos otros fueros particulares que en aquel tiempo se concedieron. Añadiremos solamente que a esta época pertenecen también los fueros llamados de Señoríos, o sea los que se daban a lugares situados en territorios cuyo dominio había pasado por donaciones de los monarcas a señores particulares, y entre los cuales se distinguen los de los Estados de Vizcaya y de Molina, aquéllos por el célebre don Diego López de Haro, éstos por don Manrique de Lara, de que dan individual y extensa noticia los historiadores parciales de estos Estados o señoríos.

 

Es de admirar el espíritu de libertad que respiran estos fueros, a pesar de haber sido otorgados por aquellos aristocráticos señores, algunos de los cuales habían intentado rivalizar con los monarcas mismos y habían tenido en perpetua agitación el reino. Debido era esto al influjo y ejemplo de los democráticos fueros y cartas-pueblas concedidos por los reyes; pues a su vez los señores, para mantener en quietud sus dominios, se veían precisados a no escasear a sus vasallos las inmunidades y franquicias. El conde don Enrique en el Fuero do Molina (1152) daba a las poblaciones el derecho de elegir por señor a cualquiera de sus hijos o nietos, al que más les pluguiese o les hiciese más bien. «Yo el conde don Manrique do vos en fuero, que siempre de mis fijos ó de mis nietos un sennor hayades, aquel que vos ploguiese, et á vos ficiese, et non hayades sinon un sennor». Y no se mostraba menos liberal en todo lo concerniente al gobierno del señorío.

 

Debemos no obstante advertir, que aunque la legislación municipal produjo una mudanza grande en la condición social de la Península, dando independencia y libertad a los municipios e influjo al estado llano, y creando un nuevo poder que por el pronto robustecía el de los monarcas al paso que enflaquecía el de los nobles, con todo no formaba un sistema legal bastante universal y uniforme para que pudiera constituir un cuerpo nacional de derecho y para que pudiera derogarse y abolirse el Fuero-Juzgo de los Visigodos, que continuaba siendo el código vigente y rigiendo en los casos en que la nueva jurisprudencia local no se oponía a sus leyes.

 

Notábase ya en todo la importancia y el influjo que a favor de las cartas forales había ido alcanzando el elemento popular, representado principalmente por las municipalidades o concejos. Estos enviaron ya sus milicias propias a la batalla de Alarcos; y cítanse nominalmente y con orgullo los nombres de las villas y ciudades que concurrieron con sus pendones y sus contingentes al triunfo de las Navas de Tolosa. Mucho debió contribuir a que tomara ascendiente el estado llano la medida de Alfonso el Noble concediendo los derechos de nobleza a los ciudadanos que cabalgasen, esto es, que tuviesen caballo para pelear. Estos nuevos nobles, estos caballeros, que por sus cualidades y su riqueza ejercían un influjo preponderante en el gobierno de los pueblos, servían como de contrapeso a la antigua aristocracia, y al tiempo que constituían como el núcleo de una clase media, inspiraban a los simples ciudadanos aquel espíritu de grandeza y aquella altivez que en tantas ocasiones mostraron después los pueblos castellanos.

 

Pero lo que dio más influjo al tercer estado fue la intervención que en el último tercio del siglo XII comenzó a tener en las cortes del reino, que ya por este tiempo se celebraban también con más frecuencia. En las que Alfonso VIII convocó en Burgos en 1169, o 1170 según otros, «los condes (dice la crónica de don Alfonso el Sabio), é los ricos-omes, é los perlados, é los caballeros, é los cibdadanos, é muchas gentes de otras tierras fueron, é la corte fué y muy grande ayuntada», En las de Carrión (1188), en que se acordaron las capitulaciones para el matrimonio de doña Berenguela se dice: «Estos son los nombres de las ciudades y villas cuyos mayores juraron». Alfonso IX de León fue alzado rey por todos los caballeros y ciudadanos. Y en las de Valladolid de 1217, «así los caballeros como los procuradores de los pueblos recibieron por reina y señora a doña Berenguela». Y tan frecuente debía ser ya en el siglo XIII la concurrencia de los procuradores a las cortes, que Fernando III se vio en la precisión de regularizarla. De modo que comenzaron las ciudades de Castilla a tener fueros que las colocaban en una especie de independencia política y civil, a concurrir a la guerra con sus estandartes y sus milicias propias, y a asistir a las cortes por medio de sus representantes o procuradores, más de un siglo antes que en Francia, y mucho antes que en ningún otro Estado de Europa. Así se organizaba política y civilmente la nación a medida que con la reconquista se ensanchaba en lo material y se aseguraba el territorio que se iba recobrando.

 

IV.

 

Si precoz fue el desarrollo de las libertades comunales en Castilla, y no tardía la intervención del estado llano en las deliberaciones públicas del reino reunido en cortes, todavía fue algo más temprana, aunque poco tiempo, en Aragón, si, como asegura uno de sus más juiciosos historiadores, concurrieron ya a las cortes de Borja de 1134, no sólo los ricos-hombres, mesnaderos y caballeros, sino también los procuradores de las villas y ciudades. Menos antigua esta monarquía que la de Asturias, León y Castilla, pero rápida y pronta en sus conquistas y material engrandecimiento; convertida y trasformada en sólo el espacio de un siglo de pequeño y estrecho territorio en vasto y poderoso reino; moderada y limitada desde su principio la autoridad real por los privilegios y el poder de los ricos-hombres, especie de consejo aristocrático sin cuyo. consentimiento y acuerdo no podía el monarca dictar leyes, ni hacer paz o guerra, ni decidir en los negocios graves del Estado; teniendo aquellos el señorío de las principales villas y ciudades que se ganaban de los infieles, y cuyas rentas distribuían a título de feudo u honor entre los caballeros que acaudillaban y llamaban sus vasallos, pero pudiendo estos despedirse y seguir al rico-hombre que quisiesen; nombrando los ricos-hombres en las villas de su señorío jueces o administradores de justicia con los nombres de Zalmedinas y de Bailes; conservando no obstante los reyes el derecho de apoderarse de los honores de los ricos-hombres y repartirlos, y el de nombrar el Justicia mayor del reino, la constitución política de Aragón, aunque no de una vez ni de repente, sino gradual y sucesivamente formada, distinguióse desde luego por su singular organización y por una atinada combinación y contrapeso de derechos y de poderes, que unido al carácter libre, independiente, belicoso y al propio tiempo sensato de aquellos pueblos, excitó pronto la admiración de las gentes, y la excita todavía, porque excedió a lo que entonces podía esperarse de la rudeza de aquellos tiempos.

 

La constitución aragonesa sufrió una modificación grande en la época que ahora examinamos, y principalmente en el reinado de don Pedro II. Los ricos-hombres se habían ido aficionando más a las rentas que a la jurisdicción, y ya iban cuidando más de trasmitir los honores y feudos a título de herencia perpetua a sus sucesores que de conservar sus preeminencias en materia de administración y cargo de gobierno. Aprovechando estas disposiciones el rey Pedro II, les concedió en las cortes de Daroca la perpetuidad de los honores, o sea el dominio territorial, y tomó a su mano la jurisdicción, que incorporó a la corona, con cuya medida disminuyó considerablemente el poder de los grandes, y aumentó el de la autoridad real. De setecientas caballerías que había entonces en el reino sólo quedaron ciento y treinta; las demás, o se dieron por el rey o se enajenaron y vendieron. Los reyes procuraron también neutralizar la prepotencia de los ricos-hombres, creando ellos nuevos Estados y dándolos a privados suyos u oficiales de su casa para que éstos repartiesen las rentas entre los caballeros que les pareciese, de lo cual se llamaron mesnaderos o caballeros de mesnada, de que se sintieron mucho los ricos-hombres de natura, que pretendían no podían repartirse las caballerías sino entre ellos.

 

Poseemos copia de un privilegio de don Pedro II (de que ignoramos haya dado noticia escritor alguno, y que nosotros hallamos en el archivo de Simancas), por el cual se ve, y no puede menos de verse con admiración, hasta dónde rayaba la amplitud de los derechos que este monarca concedió a los jurados de Zaragoza tal vez en contraposición a los que habían ejercido los delegados de justicia de los ricos-hombres «Yo Pedro (dice) por la gracia de Dios rey de Aragón y conde de Barcelona, con buen ánimo os doy y concedo a todos los jurados de Zaragoza que de todas las cosas que hicieseis en nuestra ciudad de Zaragoza para utilidad mía y honra vuestra, y de todo el pueblo de la misma ciudad, así en exigir como en demandar nuestros derechos y los vuestros y de todo el pueblo de Zaragoza, ya hagáis homicidios o cualesquiera otras cosas, no seáis tenidos de responder ni a mí, ni a mi merino, ni al cazalmedina, ni a otro cualquiera por mí, sino que con seguridad y sin temor de nadie hagáis, como dicho es, todo lo que quisiereis hacer en utilidad mía y honor, y en el de todo el pueblo y el vuestro»

 

La autoridad y atribuciones del Justicia iban también afianzándose y creciendo a medida que se iban asentando las cosas del reino, y se sobreseía en las armas. Esta insigne magistratura fue una de las instituciones que caracterizaron más y dieron más justa celebridad a la legislación y a la constitución aragonesa. Puesto el Justicia para que fuese como muro y defensa contra toda fuerza y opresión, así de los reyes como de los ricos-hombres, para que hablase con una misma voz a todos, y a quien todos obedeciesen sin eximir a ninguno; pero no elegido por el pueblo como los antiguos tribunos, para evitar las ambiciones, los tumultos y las revueltas que suelen traer las elecciones populares en tiempos todavía poco tranquilos, sino nombrado por el rey; no de entre los ricos-hombres, sino de la clase de caballeros; no amovible á voluntad, sino por justa causa y que mereciese pena; «tan atado y constreñido, dice un respetable autor aragonés, con remedios jurídicos y necesarios a resistir a toda fuerza e injusticia, que no le hallaron otro nombre más conveniente que el de la justicia misma»: este supremo magistrado interpuesto entre el trono y el pueblo para que fuese como guardián de los derechos de todos, y como el amparo y común defensa contra las arbitrariedades y abusos de poder, prueba, como dijimos en otro lugar, hasta qué punto quiso perfeccionar la máquina de su organización política aquel pueblo arrogante y desconfiado. Las leyes señalaban las atribuciones del Justicia, y cómo había de juzgar y sentenciar.

 

Un escritor aragonés de nuestros días ha escrito y publicado un libro lleno de investigaciones y de datos curiosos para probar que no es cierta aquella celebre y famosa fórmula de juramento que comúnmente se supone que se prestaba a los antiguos reyes de Aragón y que pronunciaba el Justicia en nombre de los altivos barones: “Nos, que cada uno valemos tanto como vos, y que juntos podemos más que vos, os ofrecemos obediencia si mantenéis nuestros fueros y libertades, y si no, no”. Esta fórmula, dice el citado escritor, fue por primera vez inventada, aunque no en estos propios términos, por un autor extranjero (Francisco Hotman), y alterada posteriormente por otros hasta reducirla a las palabras que acabamos de estampar. En verdad nosotros tampoco la hemos hallado ni en los antiguos escritores aragoneses, ni en los documentos del archivo de aquella corona, que de intento hemos examinado. Creemos, no obstante, como ya en nuestro discurso preliminar dijimos, que auténtica o adulterada la fórmula, casi ningún príncipe se sentó en el trono aragonés que no jurara guardar los fueros y libertades del reino, y que haciendo abstracción de la parte de arrogancia que dicha fórmula envolvía, el juramento en su esencia era el mismo, puesto que en España era ya conocida y usada desde el tiempo de los godos aquella otra no menos fuerte fórmula consignada en el Fuero Juzgo: “Rey serás si federes derecho, et si non federes derecho, non serás Rey: Lex eris si rede facis, si autem non facis, non eris”.

 

Había en Aragón, además de los ricos-hombres y caballeros, otra clase de nobles denominados infanzones, que eran como los infantes de Castilla, o descendientes de linaje de reyes, que después vinieron a constituir en Aragón el mismo estado y condición de gente que los hombres de paradge en Cataluña y que los fijosdalgos en Castilla y en León.

 

A pesar de haber sido más precoz el desarrollo político del estado llano en la corona de Aragón que en la de Castilla, tuvo no obstante menos fuerza y predominio el régimen municipal en aquel que en este reino, ya por los mayores privilegios de la aristocracia aragonesa, y más de la catalana, que llegó a tener hasta la facultad de tratar bien o mal a sus vasallos, y de matarlos de hambre o sed si era necesario, ya por la más pronta formación de una monarquía poderosa y de una organización y sistema administrativo superior al que el régimen municipal establecía en Castilla. Todavía, sin embargo, no se organizó definitivamente la constitución aragonesa hasta algún tiempo más adelante. Por eso damos ahora solamente noticias, que demuestran la marcha que en lo político, al propio tiempo que crecía en lo material, iba llevando aquel reino, digno rival del de Castilla, en la época que examinamos.

 

V.

 

Establécense por este tiempo en España, trasplantadas las unas de extrañas tierras, nacidas las otras en nuestro propio suelo, esas milicias semireligiosas, semiguerreras, nombradas órdenes militares de caballería, que tan célebres se hicieron en la edad media, y contribuyeron a imprimir una fisonomía especial a aquellos siglos de piedad religiosa y actividad bélica. El mismo espíritu, que puesto en acción por la voz de un ermitaño, acogida por un concilio, había producido el gran movimiento de las cruzadas, aquella gigantesca empresa del mundo cristiano para rescatar de poder de infieles los Santos Lugares, había dado nacimiento a las milicias del Templo, del Hospital y del Santo Sepulcro de Jerusalén, que tantos y tan eminentes servicios hicieron a los cruzados. Los templarios principalmente, que reunían todo lo que tiene de más duro la vida del guerrero y la vida del monje, a saber, los peligros y la abstinencia, eran como una cruzada parcial, fija y permanente, como la noble representación de aquella guerra mística y santa en que toda la cristiandad se había empeñado: el ideal de la cruzada, dice un erudito escrito, parecía realizado en la orden del Templo: en las batallas, añade, los templarios y los hospitalarios formaban alternativamente la vanguardia y la retaguardia: ¡qué felicidad para los peregrinos que viajaban por el arenoso camino de Jaffa a Jerusalén, y que creían a cada momento ver lanzarse sobre sí los salteadores árabes, encontrar un caballero, divisar la protectora cruz roja sobre el manto blanco de la orden del Templo!

 

Desde que Ramón Berenguer III el Grande de Barcelona tomó al tiempo de morir el hábito de templario; desde que Alfonso el Batallador de Aragón señaló en su testamento por herederas de su reino a las tres órdenes militares de Jerusalén, ya pudo inferirse que si entonces no se hallaban todavía solemnemente establecidas estas órdenes en los dos Estados, no tardarían los sucesores de aquellos dos príncipes en establecerlas con pública y formal autorización. Hízolo así el primer príncipe de Aragón y Cataluña Ramón Berenguer IV, de la manera que en otro lugar hemos referido, haciéndoles donación de varias ciudades, tierras y castillos, y encomendándoles la defensa de las plazas fronterizas más importantes y peligrosas. Desde entonces los monarcas que se suceden, rivalizan en otorgar mercedes, donaciones y rentas a los caballeros del Hospital y del Templo.

 

En Castilla y León, en Portugal y en Navarra, aparecen establecidos estos guerreros religiosos en los reinados del emperador Alfonso VII, de Alfonso Enríquez y de Sancho el Sabio. Tiempo hacía que poseían Calatrava cuando por cesión suya la dio Sancho III el Deseado a los monjes de Fitero. En los reinados de los dos Alfonsos VIII y IX de Castilla y de León, multiplícanse sus bailías y encomiendas, y crecen sus haciendas y sus vasallos, y encuéntranse dueños de multitud de pueblos y señoríos. Con casi igual rapidez se arraigan en Portugal y en Navarra, que en Castilla y León, que en Aragón y Cataluña.

 

Algunos años más adelante, y poco después de mediado este último siglo, en nuestra misma España, en León y Castilla, en esta nueva Tierra Santa, donde se sostenía una cruzada perpetua y constante contra los infieles, donde se mantenía en todo su fervor el espíritu a la vez religioso y guerrero, caballeresco y devoto de los cristianos de la edad media, nacen también y se desarrollan otras órdenes militares de caballería, no menos ínclitas e ilustres que las de Jerusalén. Aquí son un venerable abad y un intrépido monje los que solicitan del monarca de Castilla que les encomiende la defensa de Calatrava que los templarios no se atreven a sostener, y se funda la esclarecida milicia de Calatrava. Allí son unos forajidos o aventureros, que arrepentidos de la vida de disipación y de desórdenes que habían llevado, piden al rey de León que les permita vivir en austera y penitente asociación como religiosos, y en constante guerra contra los enemigos de la fe como soldados de Cristo, y se instituye la insigne orden de caballería de Santiago. Allá son vecinos y caballeros de Salamanca, que deseando combatir a los moros de las fronteras, hacen su primera fortaleza de una ermita, y constituyéndose en comunidad religiosa y en milicia guerrera, establecen la orden de San Julián del Pereiro, que más adelante toma la denominación de orden de Alcántara, de la villa de este nombre que les fue dada después.

 

¿Qué importa para el honor y lustre de la milicia de Santiago que sus fundadores hubiesen sido primero hombres desalmados, si después fueron ilustres penitentes y ejemplares varones? ¿Estorbó a San Pablo para ser el grande apóstol de las gentes el haber sido antes Saulo el perseguidor? Ni don Pedro Fernández de Fuente-encalada y sus compañeros merecieron menos de la religión y de la patria que Fr. Raimundo y Fr. Diego de Fitero, y que don Suero y don Gómez de Salamanca, ni los caballeros de Santiago fueron menos ilustres ni enriquecieron los fastos españoles con menos gloriosos hechos que los de Alcántara y Calatrava.

 

Estos fervorosos cristianos comienzan por reunirse en religiosa y monástica asociación para vivir bajo las austeras reglas de San Agustín o del Císter: mas como la vida ascética, contemplativa y apacible del monaquismo no corresponda ni al espíritu activo y caballeresco de la época ni a las necesidades de España y del siglo, los monjes y penitentes profesan también de guerreros, se constituyen en libertadores de su patria, en campeones de la religión y en incansables combatientes de los enemigos de la cruz. Los prelados de León y de Castilla otorgan o aprueban las reglas monásticas a que quieren sujetar su vida; los príncipes les hacen donaciones y mercedes; les dispensan privilegios, les señalan rentas, territorios, poblaciones y castillos, y les conceden la posesión de los que conquisten; y las bulas y los breves de los papas Alejandro III y Lucio III vienen a dar solemne sanción y autoridad y a añadir exenciones y gracias a estos cuerpos semimonásticos semiguerreros. A la voz de sus jefes y superiores, de todas partes acuden devotos a las casas de las órdenes, y los soldados y gente de armas se apresuran a agruparse en derredor de las banderas de la nueva milicia. Cumpliendo con las obligaciones de su instituto, doquiera que hay infieles que combatir, allí se presentan las lanzas de la caballería sagrada. Auxiliares intrépidos y denodados de los príncipes, dignos rivales de los caballeros del Templo y de San Juan, los de Santiago, Calatrava y Alcántara, los estandartes de las órdenes, conducidos por los grandes maestres, eran los que comúnmente se desplegaban primero en las batallas. Ellos pelearon en Extremadura y en Castilla, en Cataluña y León, en Andalucía y Portugal. Los sarracenos experimentaron el valor de los freires en Badajoz como en Cuenca, en Baeza como en Tortosa, en Lérida como en Monzón; los caballeros de las órdenes enrojecieron con preciosa sangre los campos de Alarcos, y la milicia sagrada recogió laureles envidiables en las Navas de Tolosa. La vista de los pendones de las órdenes infundía pavor a los musulmanes, y España y la cristiandad debieron servicios inmensos a estos guerreros religiosos. En ellos se ve representada la índole del siglo XII, aunque algunas degeneran después, como suelen todas las instituciones humanas.

 

El influjo y prepotencia de la autoridad pontificia que había comenzado a hacerse sentir en Aragón con Alejandro II, en Castilla con Gregorio VII se extiende de lleno a toda España al comenzar el siglo XIII bajo Inocencio III. Los reyes y los reinos de León, Castilla y Portugal, de Navarra y Aragón sufren por diferentes motivos la severidad de las censuras y penas eclesiásticas fulminadas por el sucesor de San Pedro. Pesa en varias ocasiones sobre los monarcas la excomunión, sobre las monarquías el entredicho. Como en el siglo XI el campo escogido por los pontífices para implantar en España la dominación moral fue el reemplazo de una por otra liturgia, en el siglo XII para subordinar los monarcas a la Santa Sede, la materia comúnmente elegida eran los impedimentos de consanguineidad para los matrimonios de los príncipes. Sin la aprobación y dispensa del pontífice no se realizaba consorcio alguno entre deudos, y éranlo casi todos los príncipes y princesas españolas desde que recayeron las coronas de León, Castilla, Navarra y Aragón en los hijos de Sancho el Mayor de Navarra. El veto del papa bastaba para disolver los matrimonios reales, no sólo consumados, sino favorecidos de abundante prole. Los reyes de León y de Portugal, aunque no solos, fueron de los que experimentaron más el rigor inflexible de los papas en este punto, teniendo más de una vez que separarse de sus amadas esposas. Ni las súplicas de los soberanos, ni las instancias de los obispos, ni la resistencia de los reyes, ni el disgusto de los pueblos, ni el temor de que se perturbara la paz de los Estados, ni el peligro de las discordias entre los hijos de las diferentes esposas de un mismo monarca, nada alcanzaba a doblegar la severidad de los jefes de la Iglesia en esta materia ni a revocar su fallo. El papa pronunciaba y los matrimonios se disolvían, so pena de verse privados reyes y pueblos de los sacramentos de la Iglesia. La necesidad obligaba a legitimar los hijos de matrimonios que se declaraban nulos. Nos cuesta trabajo conciliar el rigor y la escrupulosidad de la jurisprudencia canónica en lo de no dispensar nunca ni por consideración alguna entre parientes en tercero y cuarto grado con la indulgencia y ensanche respecto a otro género de impedimentos. Alfonso VI de Castilla se casa legítimamente con la hija de un rey moro, aunque hecha cristiana, y sus nietos los reyes de León son obligados a divorciarse de sus esposas, hijas de reyes cristianos, por mediar entre ellos algún parentesco. Ramiro II de Aragón contrae nupcias, con dispensa pontificia, siendo monje, sacerdote y obispo electo, y a su nieto Pedro II no le permite el pontífice enlazarse con la hermana de Sancho de Navarra por mediar entre ellos deudo en tercer grado. Así los soberanos y príncipes españoles se veían precisados a buscar esposas en Inglaterra, en Francia, en Alemania, en Polonia y hasta en Constantinopla.

 

Por otra parte se veía sin escándalo, y la voz de los pontífices no se dejaba oír para reprobarlo, que los hijos e hijas ilegítimas, bastardas o naturales de los reyes se sentaran en los tronos cristianos de España. Ilegítima era doña Teresa de Portugal, y Alejandro III expidió una bula de reconocimiento de la independencia de aquel reino, fundado en la sucesión de doña Teresa. De público se sabía que doña Urraca la Asturiana era bastarda del emperador Alfonso VIII, y ningunas bodas se celebraron en aquella época con más pompa y solemnidad y con más fiestas y regocijos que las de doña Urraca con don Sancho de Navarra, cuyo trono fue a ocupar la hija de doña Gontroda.

 

Portugal y Aragón son declarados en este tiempo por sus príncipes reinos feudatarios de la Santa Sede; mas los pueblos se oponen a la cesión de sus soberanos, niéganles el derecho para otorgar semejantes concesiones, y la independencia que el pueblo aragonés recobra en el acto y sin tumulto, y por unánime acuerdo, cuesta a Portugal tiempo, contiendas y turbaciones.

 

VI.

 

 Si la organización política y civil de los Estados cristianos de España progresaba a medida que avanzaba y se aseguraba la reconquista, la civilización, la cultura y las letras tampoco permanecían estacionarias. Y aunque no era posible que la literatura y las ciencias pasaran de repente del atraso y olvido en que se hallaban a un grande adelantamiento y a un estado floreciente, hiciéronse con todo, en el periodo que analizamos, adelantos importantes en algunos ramos del saber humano. Las historias mismas que hemos citado tantas veces lo comprueban. La Compostelana y la Crónica latina del emperador ya no son aquellos secos y descarnados cronicones, especie de breves tablas cronológicas, de los primeros siglos de la restauración. Aunque escritas en latín y en el espíritu teocrático propio de la época, no carecen ya de bellezas de estilo, el latín es también más puro y más correcto, y contienen periodos en que se nota bastante fluidez y rotundidad. Las de los obispos Lucas de Tuy y Rodrigo Jiménez de Toledo, que florecieron a principios del siglo XIII, tienen ya más mérito como producciones históricas. Verdad es que en vano se buscaría en ellas la crítica ni la filosofía que ahora tanto apetecemos en las obras de este género, pero tarde hallaremos estas cualidades en las historias y en los historiadores de España. Demasiado hizo el Tudense en darnos un resumen casi completo de la Historia de España hasta San Fernando, y no es poco encontrar ya rasgos de elocuencia en la obra del arzobispo don Rodrigo. Este sabio prelado, educado en París, versado en la lengua arábiga, y conocedor de lo que hasta su tiempo se había escrito, fue una verdadera lumbrera de su tiempo, y como el San Isidoro de su época. Si admitió en su historia fábulas de antiguas edades que él no alcanzó, fuerza es reconocer que pedir otra cosa aun a los hombres más eminentes de entonces hubiera sido demasiado exigir.

 

Mas si tales adelantos se habían hecho en materias de jurisprudencia y de historia, si pudiéramos citar también algunos libros de teología dogmática y mística que en aquel tiempo se escribieron, excusado es buscar todavía el estudio y cultivo de las ciencias exactas y naturales; y la medicina y cirugía seguían ejerciéndose casi exclusivamente por los árabes y judíos, que eran los médicos de nuestros monarcas. Sin embargo, la historia de las letras españolas tributan siempre justos y merecidos elogios a Alfonso VIII de Castilla, el Noble, el Bueno, el de las Navas, por haber sido el primer monarca de la edad media que fundó en España la enseñanza universitaria con la creación de una escuela general en Palencia, a la cual hizo venir sabios y letrados de Francia y de Italia para que enseñasen en ella diferentes facultades. Casi al propio tiempo, o poco después, Alfonso IX de León, a ejemplo del de Castilla, creó también algunos estudios en Salamanca, y aun concedió a los estudiantes un juez especial para que conociese en sus causas: principios, digamos así, de universidad, que sirvieron para que más adelante, su hijo Fernando III trasladara a esta ciudad, como punto más a propósito, el estudio general de Falencia, según veremos al tratar de este rey. De todos modos, desde los tiempos del arzobispo Gelmírez, que prohibía a los eclesiásticos que enseñaran a los legos, sin duda con el fin de monopolizar en el clero la escasa instrucción que había, hasta la fundación de la universidad de Palencia por Alfonso VIII, conócese cuánto se había difundido y arraigado el convencimiento de la necesidad de propagar los conocimientos humanos a otras clases del Estado, y aquella institución produjo por lo menos el beneficio de secularizar las letras, arrancando, como dice un escritor de nuestros días, de los clérigos y monjes el monopolio del saber.

 

Nace también en este periodo la poesía castellana, y comienzan los romances populares: gran novedad en la historia de las letras españolas, y testimonio indubitable de lo que habían progresado la lengua y el habla castellana. No nos toca a nosotros como historiadores generales entrar de lleno en los debates acerca del origen, índole, progresos y modificaciones de la versificación castellana, ni en otras cuestiones que traen divididos a los que de propósito tratan de estas materias. Bástanos para nuestro propósito ver en el célebre Poema del Cid, que debió escribirse a fines del siglo XII, o cuando más tarde muy a los principios del siglo XIII, el incremento y desarrollo que había tomado la lengua castellana, cuando ya se prestaba a cierta armonía rítmica, aunque imperfecta; a cierto vigor en la expresión de los pensamientos, y á cierto artificio cuyo mérito encarecen unos demasiado y deprimen otros con exceso. Aparte, pues, de su mérito artístico, que para nosotros le tiene muy grande como primer destello de nuestra poesía vulgar, vemos en él y en los romances que le siguieron, no sólo el progreso de la lengua, sino también la índole y el genio de la edad media española. El Poema del Cid retrata muy al vivo el espíritu guerrero y caballeresco de la época, como las poesías de Gonzalo de Berceo, algo posteriores, y por lo mismo también algo más sueltas y armoniosas, dibujan el sentimiento religioso de los españoles de aquellos siglos. Los unos contando de una manera sencilla, breve y vigorosa las victorias, las hazañas y las galanterías de sus héroes, de Bernardo del Carpio, de Fernán González y del Cid Campeador; el otro cantando, como él decía, en roman paladino la vida de Santo Domingo de Silos, la de San Millán, el Sacrificio de la misa y los Milacros de Nuestra Señora, retratan la sociedad cristiano-española en los dos sentimientos más poderosos y más fuertes que estaban entonces en los corazones de todos, la religión y la guerra.

 

Cuestiónase mucho sobre si la forma del romance español fue tomada de los árabes. Conde desde luego lo asegura así en el prólogo a su Historia, y Gayangos parece que da mucha influencia a la poesía árabe sobre la española. Dozy opina de una manera contraria a nuestros orientalistas, y sostiene que la forma de nuestros romances es original, y nada parecida nuestra poesía a la de los árabes, siendo la nuestra popular y narrativa, la suya artística, aristocrática y lírica. De que nuestra lengua adoptara multitud de voces de los árabes, no hay género de duda, según observaremos luego con más extensión : mas en cuanto a la rima, tenemos ciertamente un documento que parece indicar con claridad cómo fue naciendo entre nosotros la armonía rítmica. Tal es el poema latino sobre la conquista de Almería que escribió a poco más de mediados del siglo XII el autor de la Crónica del emperador Alfonso Desconociendo la belleza armónica de la prosodia latina, y en la natural tendencia de los hombres a buscar la cadencia musical de las lenguas, recurrió a encontrarla en la consonancia, ya que no la hallaba en la cantidad de las sílabas. Unas veces la colocó en los dos hemistiquios en que dividía sus versos como en los siguientes :

 

Fortir frangebat ; sic fortis ille premebat...

Post Oliverum, fatear sine crimine rerum...

Morte Roderici Valentia plangit amici...

 

Otras en los finales de los versos, como éstos:

 

Florida militia post hos urbis Legionis

Portans vexilla, prorumpit more Leonis...

Ejus judicio patriae leges moderantur . ..

Illius auxilio fortisima bellaparantur...

 

Merced, Campeador, en ora buena fuestes nado;

 

Por malos mestureros de tierra sodes echado...

A las sus fijas en brazos las prendia,

Lególas al corazón, ca mucho las queria;

 

Y a los versos de Berceo:

 

Yo maestre Gonzalo de Berceo nomnado.

Yendo en romería caescí en un prado...

Lo que una vegada á Dios es ofrescido

Nunca en otros usos debe ser metido...

 

no había sino aplicar a la lengua vulgar, que había ido reemplazando a la latina, la rima y las consonancias que forzadamente se habían ido buscando en ésta, en reemplazo de la prosodia desconocida en aquellos tiempos de corrompido latín.

 

Interesante es ciertamente, además de curioso, observar cómo se fue formando el habla castellana lenta y gradualmente hasta hacerse la lengua vulgar de los españoles. Aquel latín degenerado en que vimos desde los primeros tiempos de la restauración mezclarse palabras extrañas, y de que hallamos salpicados los mismos instrumentos públicos y oficiales, fue poco a poco cediendo su lugar a las voces de nuevo uso, perdiendo aquél sus modismos, sus géneros, sus casos, sus desinencias y su sintaxis, hasta llegar a prevalecer el nuevo lenguaje sobre el antiguo. Por de contado ya no nos queda duda de que a mediados del siglo XII y en los tiempos del emperador existía un idioma nacional que no era el latino, puesto que el cronista do aquel monarca, su contemporáneo, decía: quandam civitatem opulentissiman, quam antiquí dicebant Tuccis, NOSTRA LINGUA Xeréz… Exihant de castris magna turbae militum, quod NOSTRA LINGUA dicimus algaras… Fortissimce tarres quae nostra LINGUA alcázares vocantur etc. De este modo el cronista iba explicando la significación que las palabras latinas tenían en lo que él llamaba ya nuestra lengua, esto es, la lengua vulgar de los españoles, el naciente castellano.

 

De tal manera predominaba ya el romance en aquel tiempo, que siendo el latín el idioma oficial y de las escrituras públicas, muchas veces ya no se distingue cuál es el que domina en ellas, si el latín que caduca o el castellano que ha ido naciendo. Sirvan de ejemplo los fueros otorgados por el emperador Alfonso VII a Oviedo y Avilés. En los primeros se lee: «Istos sunt foros, quos dedit Rex Domino Adefonso, quando populavit ista villa… In primis per solare prendere uno solido ad illo Rex… et dia cada uno año uno solido pro incensó de illa casa, et qui illa venderé, dia uno solido al Rey, et qui illo compre dúos denarios ad sagione, et si un solare se partir, en quantas partes se partir tantos solidos daré, et quantos solares se compraren en uno, uno in censo darán. De casa do home morar et fuego ficier, dará uno solido fornase, faga forno ubi quesierit et nullo homme non pose en casa de omme de Oveto sine so grado, et si ibi quesierit posar á fuerza defiéndase con sus vecinos quantum potuerit. In istos foros que dedit Re Domino Adefonso otorgó que de hommes de Oveto no fuesen en fonsado, si el mismo no fuere cercado, aut lide campal non habuisset etc.» En los segundos leemos: «Estos sunt los foros que deu el Rey don Alfonso ad Aviliés quando la problou per foro. En primo per solar prender un sol á lo Rey et dos dineros á lo sayón, é cada anno un sol in censo por lo solar, et qui lo vender dé un sol á lo Rey.. etc.»

 

Esta fue la época de la verdadera fermentación del idioma que cesaba de ser y del que comenzaba a ser la lengua vulgar. Avanzan un poco los tiempos, y empiezan a publicarse documentos en castellano, no correcto, pero ya revestido con forma propia y con los caracteres y condiciones de un idioma nacional. Algunos se citan del siglo XII, mas a la entrada del XIII se ostenta ya ataviado con ciertas galas de regular estructura, como se ve por el tratado de paz entre los reyes Alfonso VIII de Castilla y Alfonso IX de León en 1206. «Esta es la forma (dice) de la paz, que es firmada entre el rey don Alfonso de Castilla, y el rey don Alfonso de León, et entre el rey de Leon, et el filio daquel rey de Castilla que en pos él regnará». Después de nombrar los castillos que don Alfonso VIII dará a su nieto don Fernando de León, continúa: «Et todos estos castellos debe haver el sobre dicho nieto del rey de Castilla filio del rey de León en alfozes en direttzis et con todas sus pertinencias por juro de heredad por siempre..... Todos los castillos sobrenombrados son del regno de León, para así que el sobre dicho filio del rey de León los haya por juro de heredad, así como dicho es de suso. Et los caballeros que los deberen tener, recíbanlos por portero del sobrenombrado filio del rey de León ó sean vasallos de él, et reténganlos por cumplir todos los pleytos que por ellos deben seer cumplidos… etc.»

 

¿Qué causas, pregunta un docto lingüista español, pudieron contribuir a dar solidez y consistencia en este siglo al romance castellano? ¿Cómo es que aquel lenguaje aun tosco, grosero y latinizado del siglo XI, se deja ver en el XII ya con tan distinta gramática y construcción y con tan ajenas y raras terminaciones? El mismo explica las causas, y nosotros expondremos sumariamente las que creemos fueron más poderosas.

 

Desde que Alfonso VI tomó posesión de los reinos de León, Castilla y Galicia, fue más frecuente y más íntimo el trato entre asturianos, gallegos, leoneses, castellanos, vizcaínos, y aun navarros, mayor la comunicación y comercio de ideas y pensamientos entre sí. La fama de la empresa de Toledo trajo a España gentes y tropas de Gascuña, de Francia y de Alemania a militar bajo las banderas del rey de Castilla. Multitud de monjes y eclesiásticos franceses vinieron entonces a poblar nuestros monasterios y a regir las más insignes iglesias episcopales. Francesas eran las reinas, y con condes franceses enlazó Alfonso sus hijas. Concedió el rey amplios fueros y privilegios y establecimientos ventajosos a los francos y gascones, y a condes francos se encomendó la repoblación de varias ciudades de Castilla. Con esto no sólo se alteró entonces la liturgia y disciplina eclesiástica, sino que hasta se mudó la forma material de escribir, adoptándose la letra francesa en lugar de la gótica, y copiándose los privilegios y documentos por peñolistas franceses. Así se introdujeron también en el idioma palabras franco-latinas, que mezcladas con el lenguaje y dialectos vulgares de los diferentes países de España produjeron el variado y complexo idioma que vemos aparecer formado y con cierta regularidad gramatical en el siglo XII, para irse perfeccionando y puliendo según que la reconquista y la cultura avanzaban.

 

Mas de donde recibió y adoptó el castellano mayor número de voces fue del árabe, y así era natural, atendida la riqueza de aquella lengua, lo familiarizados que se hallaban con ella los mozárabes de los muchísimos pueblos que se iban conquistando, las relaciones, tratos y enlaces mutuos entre árabes y españoles en el orden moral y político, los fueros que nuestros monarcas, especialmente los Alfonsos VI, VII y VIII, otorgaban a los árabes y moros que se quedaban en las poblaciones conquistadas, la seguridad con que se les permitía vivir mezclados con los cristianos, y otras mil relaciones indispensables y necesarias entre quienes llevaban tantos siglos habitando en un mismo suelo. Una gran parte de escrituras así públicas como particulares se otorgaban en árabe puro, y escribíanse muchas veces los documentos en las dos lenguas. Alfonso VI hizo acuñar varias monedas con inscripciones bilingües, en idioma latino y arábigo, y el autor del Ensayo histórico-crítico que hemos citado publicó algunas de este género batidas por Alfonso VIII de las que posee la Real Academia de la Historia, interpretadas por Casiri y Conde, y Romey copia alguna de las que existen en el gabinete de medallas de la biblioteca real de París. Hasta el estilo y giro de las cartas de nuestros monarcas tenía todo el tinte oriental, como se ve por las que en nuestra historia hemos insertado. Así no es extraño que la lengua de Castilla se impregnara de voces árabes, y no nos maravilla que el docto Marina reuniera un catálogo de millares de voces castellanas, o puramente arábigas o derivadas de la lengua griega y de los idiomas orientales, pero introducidas por los árabes en España; y que exclamara con cierto entusiasmo el ilustre académico hablando del castellano: «edificio magnífico construido sobre las ruinas del idioma latino, y adornado y enriquecido con empréstitos y dones cuantiosos del abundante árabe: cúmulo de preciosidades allegadas de dos lenguas, que reuniendo todas las ventajas, gracias y mejores propiedades de las del mundo conocido, dieran por sí solas y sin necesidad de otra alguna, forma y consistencia al rico, sonoro y armonioso lenguaje español». Nosotros, sin desconocer lo mucho que enriqueció nuestro castellano la lengua arábiga, creemos no obstante que contribuyeron también a su formación los dialectos vulgares de cada país, en que no podían menos de entrar voces de las primitivas y antiguas lenguas de las razas que los habían dominado, y que más o menos alteradas conservan siempre los pueblos, según indicamos ya en el citado capítulo de nuestro libro I.

 

De esta manera, y precediendo España a Francia y a Italia en la formación de un idioma vulgar, como las había precedido en el sistema municipal, y en los fueros y libertades comunales, se había ido constituyendo y organizando la España en lo material y en lo político, en lo religioso como en lo literario, y tal era su estado social cuando ocuparon los tronos de Castilla y de Aragón los dos grandes príncipes que serán objeto y materia de los siguientes capítulos.

 

 

 

CAPÍTULO XIV

 

FERNANDO III (EL SANTO) EN CASTILLA

 

De 1217 a 1252